====== Jerusalén ====== * [[Batallas de la Edad Media]] Jerusalén es la ciudad sagrada de tres religiones, situada en lo que algunos consideran «el centro del mundo». Su origen se pierde en la oscuridad de la Edad del cobre, y ha pertenecido a lo largo de su dilatada historia a cananeos, egipcios, jebuseos, hebreos, asirios, babilonios, persas, macedonios, asmoneos, romanos, bizantinos, árabes, cruzados, turcos y británicos. Hoy el estado de Israel y la Autoridad Palestina reclaman la ciudad como capital de sus respectivos países, y su futuro sigue siendo, como lo ha sido a lo largo de toda la historia, incierto. Para los judíos, Jerusalén es su capital religiosa, la sede de los sucesivos templos donde el pueblo hebreo se ha congregado durante siglos para adorar a su dios innombrable. Para los cristianos es la ciudad donde Jesucristo fue crucificado y resucitó de entre los muertos. Para los musulmanes, el lugar desde donde el profeta Mahoma subió a los cielos en un revelador viaje astral. Ninguno de los tres credos ha renunciado jamás al derecho de propiedad sobre la ciudad de Jerusalén, a la que consideran como el ombligo de su fe. No en vano, fue hacia Jerusalén hacia donde los primeros musulmanes giraron sus rostros para realizar sus oraciones por mandato expreso de Mahoma, aunque con posterioridad La Meca se convirtió en el centro de sus oraciones. En la expansión musulmana del siglo VII posterior a la muerte del Profeta, Jerusalén era un destino preferente. No les costó demasiado arrebatar la ciudad sagrada a un Imperio bizantino enfrascado en seculares guerras contra sus vecinos sasánidas. Pronto, todo el Oriente Próximo pertenecía a los guerreros árabes y a la fe musulmana. Los derechos de los habitantes cristianos y de los peregrinos a Tierra Santa fueron más o menos respetados, pero a comienzos del siglo XI, Jerusalén estaba bajo el gobierno de la dinastía fatimí gobernante en Egipto. Un joven califa llamado al-Hakim, cuyo comportamiento se salía de lo puramente excéntrico para entrar de lleno en la más absoluta demencia, tuvo la genial idea de ordenar en 1009 la destrucción de la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, el lugar donde, según la tradición cristiana, fue sepultado Jesús tras su crucifixión y resucitó de entre los muertos. La intolerable afrenta recorrió la cristiandad entera a toda velocidad. Aunque unos años más tarde el hijo de al-Hakim permitió que el Santo Sepulcro fuera reconstruido por arquitectos y artistas bizantinos, en Europa Occidental quedó grabada la impronta de que algo marchaba muy mal en Tierra Santa, y de que era necesario restaurar el orden de las cosas, alterado por los musulmanes. Pero al mismo tiempo, una nueva fuerza emergía desde las estepas rusas. Un pueblo nómada turcomano descendió hacia Persia, se convirtió al Islam y continuó expandiendo su dominio hasta dominar todo Oriente Próximo y Asia Menor. Era el Imperio Selyúcida. Al finalizar el siglo XI, los selyúcidas habían arrebatado a los bizantinos el control más allá de los estrechos. El emperador de Constantinopla, Alejo I, se vio en una situación tan apurada como para tener que pedir ayuda a Occidente. La carta que envió al Papa de Roma, única autoridad más o menos creíble y con influencia sobre toda Europa en aquella época, fue de lo más convincente. Pero el Papa Urbano II tenía sus propias ideas sobre cómo ayudar a restablecer la fe cristiana en Tierra Santa, y no coincidía con lo que el emperador bizantino tenía en mente. Alejo I pretendía que Occidente le enviara un pequeño grupo de tropas de élite, con capacidad para mantener a raya a los turcos y evitar el saqueo de Asia Menor y la consiguiente presión sobre la capital del Imperio. Urbano II, en cambio, congregó un concilio en la ciudad francesa de Clermont en 1095, y allí proclamó la necesidad de reconquistar Tierra Santa para la cristiandad, prometiendo la salvación para todos aquellos que participaran de lo que se dio en llamar La Cruzada. Hay que entender cómo estaba organizada la sociedad del siglo XI para comprender el alcance que tuvo el llamamiento del Papa. Se trataba de una sociedad muy influida por la religión, donde el exacerbado concepto del pecado y la búsqueda de la salvación eterna, además de la violencia y el constante enfrentamiento armado, eran el modo de vida más común. Desde los más pobres hasta los grandes señores, todos quisieron abrazar la cruz y marchar a la conquista de aquellas lejanas y desconocidas tierras de Oriente. Allí podrían, además de obtener riquezas y tierras, ganar el cielo luchando contra los infieles. Era lo que el mismísimo Papa había prometido y ¿acaso no hablaba Dios por boca del Papa? En Europa, el llamamiento a «matar infieles» fue tomado al pie de la letra, y muchos empezaron por hacer la limpieza en sus propias casas, exterminando a todos aquellos que no profesaran la religión católica. Los más abundantes entre estos eran los miembros de las numerosas comunidades judías diseminadas por todo Occidente. Miles de ellos fueron asesinados mientras sus propiedades eran saqueadas por una masa fanatizada y espoleada por los mensajes de la Iglesia. Mientras tanto, miles de hombres sin fortuna, gentes de armas y nobles venidos a menos comenzaban a agruparse para formar ejércitos con los que asaltar la que de nuevo podía considerarse como la «tierra prometida». Muchos, pobres y ricos, recogieron el guante y empezaron a organizarse para el largo viaje. Los primeros que se pusieron en marcha fueron los que menos tenían que preparar: una enorme horda de gentes sin hacienda ni porvenir que se reunieron alrededor de un sujeto conocido como Pedro el Ermitaño. Procedentes en su mayor parte de Francia, recorrieron tierras de Alemania y Hungría sin que la mayor parte de ellos supiera realmente hacia dónde viajaban, robando y saqueando ganado, campos y aldeas en su camino hasta que finalmente se plantaron ante las imponentes murallas de Constantinopla en 1096. El horrorizado Alejo I se dio cuenta rápidamente de que aquellas gentes sin conocimientos militares, sin armamento adecuado y sin suministros no llegarían muy lejos en el entorno hostil de Asia Menor, y les recomendó esperar hasta que llegaran los nobles con sus hombres de armas, que aún estaban preparando su propia expedición; sin embargo, la impaciencia de sus líderes por avanzar le obligó a suministrarles embarcaciones con las que cruzar los estrechos. De este modo, al menos, se libraba del problema de varios miles de cruzados hambrientos a las puertas de la capital del Imperio. Pero al cruzar hacia Asia Menor, estos primeros cruzados perdieron también la protección que les daba su “misión divina”, que había impedido hasta entonces que los señores feudales europeos se enfrentaran a ellos por sus constantes pillajes. Los turcos Selyúcidas no iban a ser tan tolerantes con ellos. Y, en efecto, cuando los cruzados, divididos y sin liderazgo por sus disputas internas, se encaminaban hacia la ciudad de Nicea, ahora en manos musulmanas, fueron emboscados por un ejército turco que les exterminó sin miramientos. Decenas de miles de cruzados murieron en aquella carnicería, de la que sólo se salvaron unos cuantos que pudieron volver a Constantinopla para dar cuenta del desastre de la Cruzada de los Pobres. Sin embargo, los pobres, los campesinos y los sin tierra no formaban realmente parte de la que iba a convertirse en la verdadera Primera Cruzada. Su martirio a manos de los sarracenos sería un buen apoyo publicitario para la cruzada que nobles entre los que destacaban los franceses Godofredo de Bouillón y su hermano Balduino y los normandos Bohemundo de Tarento y Roberto II de Normandía ya tenían en marcha. Todos se iban a dar cita en 1097, viajando por diferentes rutas terrestres y marítimas, en Constantinopla. En el caso de Bohemundo, príncipe normando de la recientemente reconquistada Sicilia, además de ser una de las grandes esperanzas de los cruzados, era también una de las grandes preocupaciones del emperador bizantino Alejo, quien había luchado no hacía mucho contra sus huestes y prefería tenerle lo más lejos posible. Las puertas de Constantinopla se abrieron a los nobles francos y normandos, pero permanecieron siempre herméticamente cerradas para el resto de los cruzados. Dentro, los nobles se comprometieron a respetar la soberanía bizantina de los territorios a reconquistar a cambio del apoyo logístico de Alejo, ya que la situación del ejército cruzado era muy delicada al carecer de abastecimiento. El Emperador respiró aliviado cuando les vio abandonar su capital hacia territorio enemigo, y no esperaba mucho más de ellos que de los desdichados que les habían precedido. No obstante, Alejo equivocó su predicción, ya que el paso de este ejército de 35.000 cruzados fanatizados por territorio sarraceno iba a escribir con sangre una de las páginas más ominosas de la Historia. Allí, ante los ojos incrédulos de miles de cruzados, estaban las murallas de la ciudad santa de Jerusalén. Atrás quedaban tres años de largas marchas, penurias y sangrientas batallas en las que una gran parte del ejército cruzado se había perdido. Nicea, Dorilea, Edesa, Antioquía… Los sarracenos habían defendido su tierra tan bien como lo hubiera hecho el mejor de los caballeros cristianos, pero no habían podido resistir el empuje religioso que impulsaba a los cruzados hacia Palestina. Habían conquistado ciudades, matado a miles de sarracenos; habían pasado todas las penalidades de las que era capaz el ser humano en un territorio hostil como jamás habían conocido ningún otro, pero también habían sembrado el caos y la destrucción a su paso, consumiendo cosechas y condenando a muchos inocentes a la muerte por inanición, arrasando pueblos enteros, algunos de los cuales ni siquiera sabían por qué eran exterminados. Habían cometido por el camino todo tipo de salvajes crímenes que en cualquier otro caso la Iglesia hubiera considerado intolerables, el peor de los cuales no fue el canibalismo. Y aquel verano de 1099, por fin, todos aquellos trabajos estaban llegando a su fin. Ahora comenzaba otro penoso asedio que iba a prolongarse durante mes y medio. Sin embargo, la visión de la ciudad santa elevaba la moral de los invasores cruzados, que estaban dispuestos a todo para lograr su objetivo. Los buques genoveses que habían llegado para auxiliar a los cruzados fueron desmantelados, y su madera transportada hasta Jerusalén para construir allí torres de asedio con las que asaltar las murallas. Atacados por varios frentes al mismo tiempo, la ciudad terminó cayendo el día 15 de julio de 1099, dando inicio a los sucesos más ignominiosos de la historia de la cristiandad. En efecto: al tiempo que, exaltados después de su epopeya por Próximo Oriente durante años, los cruzados entraban en Jerusalén, comenzaba la matanza indiscriminada de toda su población. Muy pocos se salvaron del genocidio, porque los invasores estaban determinados a limpiar la ciudad de infieles. Los cronistas de uno y otro lado del conflicto relataron con detalle aquel atropello a la humanidad:
//Maravillosos espectáculos alegraban nuestra vista. Algunos de nosotros, los más piadosos, cortaron las cabezas de los musulmanes; otros los hicieron blancos de sus flechas; otros fueron más lejos y los arrastraron a las hogueras. En las calles y plazas de Jerusalén no se veían más que montones de cabezas, manos y pies. Se derramó tanta sangre en la mezquita edificada sobre el templo de Salomón, que los cadáveres flotaban en ella y en muchos lugares la sangre nos llegaba hasta la rodilla. Cuando no hubo más musulmanes que matar, los jefes del ejército se dirigieron en procesión a la Iglesia del Santo Sepulcro para la ceremonia de acción de gracias.// Raimundo de Aguilers, cronista de la Primera Cruzada, relatando los hechos acontecidos tras la toma de Jerusalén por los cruzados en 1099
Tras esta limpieza étnica por las bravas, de la que la piadosa Europa no dijo ni esta boca es mía, se instauró un reino cristiano en Jerusalén que duraría casi un siglo. Tras la cruzada, el ímpetu europeo por Tierra Santa fue perdiendo fuelle, ya que era costosísimo mantener la defensa de aquellos territorios contra unos gobernantes musulmanes cada vez más preparados y ansiosos por recuperar el terreno perdido. Sin embargo, el espíritu de la cruzada quedó impregnado en la épica caballeresca de la Alta Edad Media. Muchas otras cruzadas sucederían a ésta, y no todas repercutieron en una mayor seguridad para Europa contra el Islam. Alguna de ellas, de hecho, debilitaron nuestras fronteras casi destruyendo el Imperio bizantino, lo que a la larga repercutiría en el imparable auge del Imperio otomano.
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