A principios del siglo VII los imperios bizantino y sasánida se desangraban con saña en una cruenta guerra. El emperador bizantino Heraclio, considerado por el sasánida Cosroes II como un usurpador, emprendió una atrevida campaña por el Próximo Oriente que le llevó hasta las puertas de Ctesifonte en el año 628, forzando a los nobles persas a deponer a su emperador y a buscar la paz con la inexpugnable Constantinopla. El antaño floreciente Imperio sasánida jamás se recuperó de esta derrota, y también resultó gravemente debilitado el Imperio bizantino, que aunque victorioso, debía hacer frente a numerosas amenazas tanto por el este como por el oeste.
Y mientras sucedía todo esto, en la árida Arabia se estaban produciendo unos acontecimientos que cambiarían el mundo para siempre. En el año 622, Mahoma abandonaba la ciudad de La Meca, acosado por sus enemigos. En los años siguientes, y gracias a la guerra entre los dos grandes imperios, los asuntos árabes quedaron desatendidos y en manos de los propios árabes. Mahoma reunió un ejército que derrotó a sus enemigos mequíes, y entró triunfante en La Meca en 630. Alrededor de la nueva religión islámica se estaba formando también un nuevo estado fuertemente jerarquizado y belicoso, ansioso por expandirse más allá de los desiertos y conquistar las llanuras fértiles de Oriente Próximo.
Tras la muerte del Profeta, los califas Abu Bakr y Umar, sucesores de Mahoma, continuaron llevando a cabo numerosas partidas de saqueo contra las posesiones persas en Mesopotamia. El entonces emperador sasánida Yazdgerd III intentó detener estos saqueos enviando a lo que quedaba de las fuerzas persas a luchar contra los árabes. El enfrentamiento decisivo entre ambas fuerzas tuvo lugar en la localidad de al-Qādisiyyah, en las orillas del río Éufrates, del 16 al 19 de noviembre de 636. Los árabes, confiados en su caballería ligera, a pesar de la tremenda inferioridad numérica respecto a los persas (30.000 contra 120.000, aproximadamente), exigieron a estos la conversión al Islam o el pago de un tributo, cosa a la que el general sasánida Rostam se negó.
Al desatarse la batalla, los persas recurrieron a las tácticas que tanto éxito les habían proporcionado en otras ocasiones: la línea de elefantes de guerra y la caballería pesada. Por desgracia para ellos, la legendaria movilidad y velocidad de la caballería ligera árabe se terminó imponiendo tras tres días de combates, y las líneas persas se rompieron. Cuando el general Rostam fue capturado y decapitado, el ejército sasánida entró en pánico y fue prácticamente destruido allí mismo.
Al-Qādisiyyah abrió a los árabes las puertas de un Imperio que, aunque debilitado, seguía siendo riquísimo. El avance árabe no se detuvo hasta capturar la capital sasánida, Ctesifonte. En su precipitada huida, los persas abandonaron en Ctesifonte un impresionante tesoro, que una vez saqueado, contribuyó a acelerar aún más las conquistas árabes. El emperador Yazdgerd III, desposeído de su imperio, huyó hacia Media entre la hostilidad de los que le consideraban responsable de la debacle persa y la de aquellos que no le tenían por un monarca legítimo. Finalmente, el último de los emperadores de uno de los imperios más refinados y cultos de la historia fue asesinado por un vulgar ladrón.
Se puede considerar que a los árabes les tocó la lotería en al-Qādisiyyah. De ser una amalgama de tribus nómadas guerreras pasaron a gobernar el antiquísimo Imperio persa, las llanuras de Mesopotamia, la ciudad santa de Jerusalén, donde según la tradición el profeta Mahoma subió a los cielos. Con el Imperio persa, los árabes obtuvieron también todo el conocimiento adquirido por éste, incluyendo avanzados conceptos matemáticos entre los cuales se cuentan los números modernos que después transmitirían a Occidente; la literatura, la delicada confección de telas y tapices, y un largo etcétera que convertiría a los árabes no sólo en una fuerza militar arrolladora, sino también en un elemento de difusión cultural que fundiría a Oriente con Occidente.