Estamos a finales del siglo XIV, un siglo que debería ser recordado con angustia y temor por todos los europeos incluso hoy en día. Este siglo había sido testigo del final de la prosperidad económica y demográfica experimentadas durante el siglo anterior, que iban a ser sustituidas por la peste, la guerra y el hambre, especialmente en tierras de Francia. La Guerra de los Cien Años, que había destrozado económica y demográficamente a Inglaterra y Francia desde 1337, había entrado en 1360 en una fase de treguas provocadas precisamente por el brutal desgaste de ambos contendientes.
En España, por su parte, estaba ya todo el pescado vendido: la reconquista de los territorios bajo control musulmán había llegado prácticamente a su fin, y sólo el reino nazarí de Granada sobrevivía a la imparable expansión castellana, mientras Aragón se dedicaba a expandirse por el Mediterráneo, convirtiéndose en una potencia naval incontestable.
Pero el periodo de treguas entre Francia e Inglaterra acarreaba un problema añadido: recolocar a los miles de soldados que ahora vagaban sin empleo ni fortuna por tierras francesas provocando todo tipo de altercados y fechorías. La solución vino de la mano de Castilla, donde las luchas dinásticas entre partidarios de Pedro I y Enrique II de Trastámara se convirtieron en un nuevo escenario del conflicto anglo-francés. Los ingleses apoyaron a Pedro I, mientras los franceses prestaron su apoyo y sus tropas a Enrique II. La victoria de este último, asesinando a Pedro I en Montiel en 1369, convirtió a Castilla en una firme aliada de Francia, a la que incluso prestó su flota para acosar a los ingleses en el mar.
Para sumar más conflictividad aún al contexto político europeo, la Iglesia también entró en 1378 en una profunda crisis que ya no se resolvería hasta bien entrado el siglo siguiente. Las disputas en el cónclave cardenalicio sobre la elección del nuevo Papa dieron lugar al llamado Cisma de Occidente, con la creación de una sede pontificia alternativa en la ciudad francesa de Avignon opuesta a la sede de Roma, y con la elección en cada una de estas sedes de sendos papas enfrentados por el poder en la Iglesia. En una Europa ya de por sí dividida, el cisma aumentó el abismo entre las naciones, que eligieron apoyar a uno u otro papa en función de sus intereses estratégicos.
Con vecinos tan poderosos y acostumbrados a la conquista militar, Portugal, que también se encontraba en un periodo de cambios dinásticos con el ascenso al trono de Juan I de Avis, tuvo que buscar la alianza con Inglaterra para asegurar su supervivencia; una alianza que en la batalla de Aljubarrota se iba a demostrar imprescindible. Cuando en 1383 el heredero de Enrique II de Castilla (también llamado Juan I) reclamó para sí la corona de Portugal basándose en sus derechos por matrimonio, ambos reinos y sus respectivos aliados entraron en guerra.
Así las cosas, el ejército de Juan I de Castilla invadió tierras portuguesas con la asistencia de unos 2.000 caballeros franceses, y se encontraron el 14 de agosto de 1385 al ejército portugués de su tocayo Juan I de Portugal, al que auxiliaba un pequeño aunque decisivo número de los famosos arqueros de arco largo o longbow, cerca de la localidad portuguesa de Aljubarrota.
La ventaja de los arqueros ingleses era que el largo alcance de sus armas podía ofender al enemigo desde una gran distancia, sin que éste pudiera hacer nada por evitarlo, causando numerosas bajas antes del enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Por su parte, la caballería pesada francesa confiaba en la fuerza bruta de su carga demoledora para romper las líneas enemigas y desorganizar al ejército oponente.
Con lo que no contaban los franceses era con la preparación que el enemigo había hecho del campo de batalla, interponiendo una serie de obstáculos para el avance de la caballería y disponiendo a los arqueros en ambos flancos para atraparles en una lluvia de flechas cruzadas.
Tal como esperaban los portugueses, la caballería francesa fue presa fácil de esta trampa, y la práctica totalidad de los franceses fueron muertos o hechos prisioneros. El posterior ataque de la infantería castellana fue repelido por los portugueses en una dura jornada de lucha con numerosísimas bajas por ambas partes, incluyendo a los prisioneros franceses, que fueron ejecutados sin miramientos por los portugueses al no poder desviar hombres del combate para su custodia.
Al final del día la batalla estaba totalmente perdida para los castellanos, y Juan I dio la orden de retirada a sus tropas. La desbandada posterior fue aprovechada por el ejército portugués y los paisanos para terminar de masacrar a las tropas enemigas, convirtiendo la derrota castellana en un desastre total.
Las consecuencias de esta batalla se dejan sentir aún en el imaginario popular de ambos países: para Portugal, Aljubarrota fue la afirmación de su independencia frente a las ambiciones castellanas, y el afianzamiento de sus lazos de amistad con Inglaterra, que aún hoy perduran. Para conmemorar la victoria, Juan I ordenó la construcción del monasterio de Batalha (donde hoy reposan sus restos) y de la villa del mismo nombre.
Años más tarde, cuando Enrique V de Inglaterra invadió Francia en 1415, la táctica de repeler a la caballería francesa mediante el uso de los longbow volvió a repetirse, obteniendo las tropas inglesas una sonora victoria ante un ejército francés muy superior en número en la batalla de Agincourt.
En Castilla, la debilidad mostrada por su infantería y por la caballería francesa fue aprovechada por el noble inglés Juan de Gante, casado con una hija del asesinado Pedro I, para reclamar el trono aduciendo los mismos derechos matrimoniales que Juan I de Castilla esgrimió para atacar Portugal. Al año siguiente de la derrota de Aljubarrota, las tropas inglesas desembarcaron en Galicia, aunque la campaña sólo obtuvo un éxito parcial, arrancando a Juan I de Castilla el compromiso matrimonial de su heredero con una hija de Juan de Gante.