Bagdad: La catástrofe mongol y la catástrofe estadounidense

Desde los primeros años del Islam, Bagdad estuvo llamada a convertirse en la capital del mayor Imperio conocido por la humanidad. Un Imperio que alcanzaba desde las costas portuguesas hasta la India, dominando el comercio y la religión de tres continentes. En su mismo centro, Bagdad se alzaba como la ciudad más majestuosa del mundo, capital administrativa, sí, pero también capital cultural y científica de la humanidad.

Los sabios musulmanes recogieron el saber clásico, lo tradujeron al árabe y lo mejoraron. Ampliaron los conocimientos antiguos en medicina, ingeniería, economía, arte, y un sinfín más de ramas del saber, y lo aplicaron a la vida cotidiana del mundo musulmán. Mientras Europa vivía sus siglos más oscuros y difíciles, en Bagdad la gente paseaba por sus grandes avenidas ajardinadas entre cientos de palacios y mansiones, disponían de servicios sanitarios públicos e incluso de alumbrado nocturno.

Ilustración del asedio mongol de Bagdad por Sayf al-vâhidî, en un manuscrito iraní de 1430 que recoge el Compendio de crónicas de Rashid-al-Din Hamadani, de finales del siglo XIII o principios del XIV. Origen: Wikimedia Commons.

Todo esto terminó en el año 1258. Aquel año, las hordas de mongoles dirigidas por Hülegü Khan, hermano de Kublai Khan y nieto del mismísimo Genghis Khan, llegaron a Bagdad. La fama de terrible ferocidad de los guerreros mongoles les precedía. Desde las lejanas estepas mongolas, estas hordas habían entrado en el Imperio masacrando a cuanto pueblo osara hacerles frente. Estos guerreros tenían la costumbre de construir grandes pirámides con las calaveras de sus enemigos muertos, y no sabían lo que era negociar.

Se dice que cuando los mongoles tomaron finalmente Bagdad, lo hicieron a sangre y fuego, exterminando a la población de la ciudad, saqueando sus tesoros y asesinando vilmente al califa Mustasim. A pesar de lo cruento de esta historia, por lo que más se recuerda ocho siglos después aquel infausto acontecimiento es por la irreparable destrucción de la Biblioteca de Bagdad y sus tesoros literarios. Los mongoles arrojaron los preciosos manuscritos al río Tigris, y según cuentan los cronistas de la época, fueron tantas las obras perdidas aquel día que el río bajaba de color negro por la tinta de los libros.

Finalmente, no fue el Islam quien terminó absorbido por la beligerancia mongol, sino todo lo contrario; los mongoles se acabaron convirtiendo mayoritariamente al Islam y su ola de conquista pasó. Bagdad nunca más volvió a ser la capital del mundo, aunque pudo sobrevivir a su peor enemigo.

Podríamos decir que el paso del tiempo fortalece la civilización, que las tropelías del pasado ya no pueden repetirse, pero estaríamos muy equivocados. Cualquiera que haya vivido el siglo XX debería tener presente que los seres humanos somos muy capaces de superar cualquier atrocidad del pasado y multiplicar el sufrimiento humano gracias a nuestro desbordante ingenio para causar el mal a los demás. Me explico:

Un operario rescata libros de la biblioteca de Bagdad incendiada en 2003

En abril del año 2003, otro enemigo se encontraba a las puertas de Bagdad, ahora convertida en capital del moderno estado de Iraq. Esta vez el enemigo eran los Estados Unidos de América. No voy a entrar en los motivos que provocaron esta última guerra, ya que podría suscitarse un debate que no viene al caso. Para mí, ninguna guerra está justificada, y menos aún las que se hacen a diez mil kilómetros de tu propia nación. El caso es que los cronistas de esta guerra relatarán cómo al tiempo que el gobierno iraquí se disolvía en la más completa anarquía y desorden, en ese intervalo entre que un bando se retira y el otro toma el control, grupos muy bien organizados de «ladrones» se internaron en Bagdad para hacerse con sus más preciados tesoros arqueológicos y literarios.

En esos momentos, el ejército norteamericano sólo custodiaba el Ministerio del Interior Iraquí y el del Petróleo, todo un símbolo de a lo que estas nuevas hordas mongolas del siglo XXI habían venido a Bagdad. Mientras tanto, los grupos de «ladrones» saqueaban los museos, las bibliotecas y la Universidad de Bagdad para luego prenderles fuego con el supuesto fin de cubrir sus huellas.

Miles de ejemplares salvados del incendio apilados en un callejón.

Este infame acto, que supuso la destrucción de más de un millón de libros antiguos y registros históricos, además de la desaparición de las más valiosas piezas arqueológicas de una de las civilizaciones más antiguas de la Tierra, pasó en su momento inadvertido para la opinión pública mundial. Por televisión nos daban el espectáculo de la guerra en directo, de la precisión del armamento norteamericano y consignas sobre la futura seguridad que íbamos a conseguir gracias a toda aquella destrucción. Hay una imagen que aún hoy sigue sin borrarse de mi mente: la de la entonces ministra española Ana Palacios, asegurando que, gracias a aquella guerra, el petróleo ya estaba saliendo más barato.

Pues bien, la historia podrá olvidarse al fin de los motivos que ocasionaron la invasión estadounidense de Iraq; podrá olvidar que un día dependimos del petróleo para vivir, e incluso podrá olvidar las matanzas indiscriminadas de civiles que esta guerra ocasionó y sigue ocasionando. Sin embargo, puedo asegurar que jamás se olvidará que George W. Bush y sus hordas de marines contribuyeron activamente a la destrucción del patrimonio de la humanidad que aquel mes de abril se perdió, seguramente para siempre. Dentro de ocho siglos, la Historia seguramente sólo recuerde de este infausto presidente de los Estados Unidos que emuló a Hülegü Khan, convirtiéndose en un memoricida, un destructor de la cultura y de la historia de los pueblos.

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