En la penumbra de su despacho, alumbrado tan solo por la luz de un flexo enfocado hacia la mesa, el profesor Ehud Steiner llevaba horas corrigiendo exámenes.
Corregir exámenes de ingreso era una de esas ingratas tareas que le correspondía efectuar al menos una vez al año; sin embargo, alguien tenía que hacerse cargo de rastrillar entre la mediocridad y la falta de talento imperantes para preservar el prestigio centenario de la Academia de Bellas Artes de Viena.
Se le estaba haciendo tarde. Las últimas luces de aquél viernes invernal iban desapareciendo tras la ventana. Debía apresurarse. Por suerte, sólo le quedaba un examen más por corregir y habría terminado. Reconoció la letra del aspirante, e incluso el estilo de su redacción. Steiner había formado parte del tribunal encargado de los exámenes orales, y aquel muchacho no le dejó indiferente.
Recordó cómo había hablado apasionadamente sobre sus proyectos, sobre ser un gran pintor, un artista de talento, posiblemente también un escritor. A pesar de ello, a Steiner no le gustó nada que aquel joven quinceañero cruzara con él una mirara de abierto desprecio. Le causó mala impresión, incluso reconociendo que el chico no pintaba mal del todo.
-Ehud -le dijo su esposa asomándose a la puerta del despacho -La cena está lista. Deja ya eso y prepara las velas del Shabbat. Ya ha anochecido del todo.
El profesor Steiner miró por última vez aquél último examen de ingreso. Luego escribió sobre el una “R”, de “rechazado”, y se fue con su esposa a oficiar la oración del Shabbat.
El joven Adolf Hitler tendría que buscar otro oficio que no tuviera relación con las artes.