El papa de la sonrisa

Pablo VI. Origen: Wikimedia Commons

El 6 de agosto de 1978 murió Pablo VI, uno de los papas más importantes del siglo XX. Pablo VI se había encargado de llevar a término la reforma de la Iglesia Católica iniciada por su predecesor Juan XXIII (apodado el Papa bueno). Aunque Pablo VI nunca fue tan popular como Juan XXIII, cuya fotografía adornaba las salitas y dormitorios de millones de ancianitas de multitud de países, realizó una importantísima labor modernizadora en la Iglesia; una labor discreta y no siempre grata que le granjeó la enemistad de los sectores católicos más extremistas. El arzobispo francés Lefebvre y su grupo de adláteres se negaron a aceptar estos cambios y fueron por ello apartados de la Iglesia (hasta el año 2009 en que el entonces pontífice Benedicto XVI les volvió a readmitir sin que los “curas rebeldes” hayan llegado a retractarse nunca de su rebeldía).

Pero si complicado fue el papado de Pablo VI, su sucesor lo iba a tener aún más complicado. El elegido por el Cónclave de cardenales como cabeza de la Iglesia Católica fue Albino Luciani, un joven de 66 años que había participado activamente en la redacción del Concilio Vaticano II. Se dice de él que se sabía de memoria toda la documentación sobre el concilio de la reforma, y que era un ferviente partidario de su aplicación. Para la Curia romana, esta elección de los cardenales significó un varapalo impresionante, por varios motivos.

Juan Pablo I. Origen: Wikimedia Commons

En primer lugar, Luciani, que adoptó el nombre de Juan Pablo I, era un idealista. Desde el principio rechazó el boato del Vaticano y sus ceremonias, basando su pontificado en el principio de la humildad. Inmediatamente, empezó a esbozar reformas que afectaban directamente al lujo y la ostentación con que se manejaban los asuntos de la Iglesia. Para el público, acostumbrado a una Iglesia mucho más introvertida y de aspecto grave y severo, el nuevo Papa comenzó a ser conocido como “el Papa de la sonrisa”. Luciani reflejaba en los medios de la época una frescura y una cercanía nunca antes vista.

Pero dentro de los pasillos del Vaticano, Luciani se enfrentaba con verdaderos tiburones religiosos y financieros. A lo largo de los años, la Iglesia había entrado en el mundo de las finanzas gracias a las ventajosas condiciones obtenidas en su concordato con la Italia de Mussolini. El Vaticano se había convertido en la práctica en un paraíso fiscal con ramificaciones en todo el mundo, donde capitales opacos financiaban oscuras operaciones comerciales, no siempre lícitas y ni mucho menos morales. Los Estados Unidos llegaron a utilizar esta red financiera para mover dinero destinado a la contra nicaragüense y a organizaciones clandestinas de la Europa del Este; pero más grave aún era la implicación de esta red en actividades de la mafia, de la logia masónica Propaganda Dos (P2) e incluso en la organización terrorista de ultraderecha Gladio.

Indudablemente, a la Curia se le había ido de madre su chiringuito financiero, que estaba totalmente descontrolado y en manos de criminales. Juan Pablo I, escandalizado, se puso manos a la obra para desmontar todo aquel tinglado, que años más tarde saldría a la luz pública con el escándalo de la quiebra del Banco Ambrosiano. Por desgracia para el pobre Albino Luciani y para la Iglesia en general, las mafias que traficaban con capitales en nombre de la Iglesia demostraron tener más poder que el mismo Papa, y Juan Pablo I apareció convenientemente muerto sólo treinta y un días después de su nombramiento como Pontífice Máximo. Al Papa le habían arrancado la sonrisa de la cara para siempre.

Juan Pablo II

La muerte de Juan Pablo I significó una verdadera liberación para los gobernantes de ese estado soberano conocido como El Vaticano. La Curia se vio libre de aquel Papa utópico y molesto que pretendía regresar a las pías costumbres de la pobreza y la humildad, tan poco convenientes para los delicados huesos de los obispos y cardenales. Los banqueros de Dios, por su parte, pudieron continuar sus sucios negocios hasta que años más tarde la corrupción alcanzó tal nivel que fue imposible continuar. La gallina de los huevos de oro había muerto de pura indigestión monetaria.

Y la Iglesia eligió como nuevo Papa a Juan Pablo II, un polaco de extrema derecha, profundamente resentido con el comunismo, que se dedicó durante un cuarto de siglo a desmontar los logros del Concilio Vaticano II y a provocar la involución de la Iglesia, abriendo una profunda brecha entre la moral oficial cristiana y la realidad social del siglo XXI; todo ello mientras las masas incondicionales gritaban que se le hiciera “Santo súbito“.

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