Que «la unión hace la fuerza» es un dicho cuya veracidad está comprobada desde la oscuridad de los tiempos, cuando las tribus prehistóricas se aliaban unas con otras para conquistar territorios y pueblos. Por desgracia para la Europa del siglo X, los ambiciosos hijos de Luis el Piadoso, de cuyas correrías hablamos en la entrada anterior, no habían aprendido la lección: ellos prefirieron dividir el antaño poderoso Imperio carolingio en una sucesión de reinos enfrentados entre sí, sin importarles lo más mínimo que el resultado de aquella nueva debilidad de Europa significara también una nueva época de invasiones bárbaras procedentes del exterior.
Y esta época, conocida como de las «segundas invasiones», se prolongó desde mediados del siglo IX (con posterioridad a la batalla de Fontenoy) hasta mediados del siglo XII. Por regla general se trataron de invasiones violentas, de partidas de saqueo que llegaban desde tres frentes distintos: el norte, con los normandos; el este, con los magiares y el sur, con los sarracenos.
Por el norte avanzaban hacia Europa los temibles vikingos o normandos (palabra procedente del inglés antiguo que significa «hombre del norte», north man). Se adueñaron de Dinamarca y de la península noroccidental de Francia, hoy conocida como Normandía. Además, sus expediciones de saqueo asolaron Gran Bretaña, Irlanda y toda la cornisa atlántica de Europa, llegando incluso a saquear la ciudad andalusí de Sevilla en 844. A los debilitados reyes europeos no les quedó más remedio que establecer compromisos con los normandos, cuya influencia iría aumentando con el paso de los años.
Por el sur, las partidas musulmanas aglabíes, con base en Túnez, dominaban el Mediterráneo occidental invadiendo Sicilia, Cerdeña, el sur de Italia e incluso las Islas Baleares. Lo poco que pudiera quedar del comercio marítimo en esta región acabó destruida por completo por los piratas sarracenos, que además saqueaban con frecuencia las costas meridionales europeas sembrando el pánico entre la población.
Y para rematar este cuadro dantesco faltaba un pueblo procedente de las estepas ucranianas: los magiares o húngaros, que habían sido empujados hacia Europa por la presión de otro grupo étnico: los pechenegos. Las hábiles maniobras bizantinas de enfrentar a unos bárbaros contra otros alejándolos de los territorios imperiales (húngaros contra búlgaros, pechenegos contra húngaros, etc.) terminaron con el establecimiento del pueblo húngaro aproximadamente donde se sitúa en la actualidad el estado de Hungría. Esto fue el comienzo de una larga pesadilla para la Europa central, ya que los húngaros se dedicaron con asiduidad al pillaje, al vandalismo y al saqueo, llegando en sus incursiones a Alemania, a Francia, al interior de Italia e incluso a la Península Ibérica. Allá por donde pasaban las partidas húngaras sembraban la destrucción y el caos, y no existía fuerza alguna que pudiera oponerles resistencia.
Así estaban las cosas cuando en el año 936 Otón I fue coronado Rey de Germania. Otón I contaba con el apoyo político y militar de varios principados entre los muchos en los que se había disgregado el antiguo Imperio carolingio, y su vocación fue desde el principio restaurar la autoridad imperial en su persona. Para empezar, Otón afirmó su dominio en el norte de Italia, y contrajo matrimonio con una princesa inglesa. Poco a poco, Otón fue ganando influencia en Europa, pero aún necesitaba el carisma necesario para ser coronado Emperador, y los húngaros iban a darle esa oportunidad.
El 10 de agosto de 955, las tropas reunidas por Otón I se enfrentaron a una enorme partida húngara en las márgenes del río Lech, cerca de la ciudad alemana de Augsburgo. Los húngaros se habían lanzado a una de sus habituales campañas de saqueo. Basando su éxito en la rapidez de su ataque y en la posibilidad de una huida igualmente rápida, los húngaros formaban un cuerpo irregular de caballería ligera de unos 17.000 jinetes, comandados por diferentes caudillos tribales. Frente a ellos, las tropas reunidas por Otón I eran básicamente de caballería pesada: unos 8.000 soldados con armadura sobre grandes caballos de batalla. Los alemanes cortaron la retirada a los húngaros, que situados entre el enemigo y el río, se vieron obligados a enfrentarse a aquellos jinetes acorazados. El resultado fue bastante sangriento, y el número de bajas en uno y otro bando estuvo muy igualado. Sin embargo, los alemanes consiguieron mantener el orden en sus filas y conservar el terreno, mientras los húngaros fueron puestos en fuga atravesando el río, lo que les supuso buena parte de sus bajas. De los húngaros que salieron con vida del combate, muchos de ellos resultaron heridos.
La victoria alemana en Lechfeld significó para Europa el fin de las incursiones de saqueo húngaras, y también el auge de un nuevo monarca fuerte que iba a restaurar la grandeza del título imperial. En 962, siete años después de la histórica batalla de Lechfeld, Otón I fue coronado Emperador Romano por el Papa de Roma (Desde los inicios del Imperio carolingio los Papas se había arrogado el derecho de coronar a los emperadores merced a una supuesta -y descaradamente falsa- donación de los poderes imperiales por parte de Constantino I a la Iglesia). Con Otón I se inició una época nueva para Europa, la del Renacimiento Otoniano, con una cierta proliferación de las artes y de la arquitectura civil. También comenzaron con Otón I las primeras disputas serias entre papas y emperadores por el control político en el Imperio y en la Iglesia, pero en general, se fue recuperando una cierta estabilidad en Europa Central que permitía el progreso de un pueblo al fin libre de la amenaza constante de matanzas y saqueos por parte de los bárbaros magiares.
En los frentes norte y sur, serían los propios normandos quienes expulsaran a los sarracenos de Italia y Sicilia, llegando incluso a establecer un reino normando en esta parte del Mediterráneo que tendría su importancia en las futuras cruzadas hacia Tierra Santa, pero eso ya es otra historia.