El Imperio romano de Occidente había caído oficialmente a finales del verano de 476. Acosado por godos, hunos y vándalos, y con su poderío militar puesto en manos de caudillos bárbaros, con su economía y su comercio prácticamente destruido, lo único que quedaba del Imperio de Occidente eran las insignias imperiales del joven Rómulo Augusto, que el jefe hérulo Odoacro envió a Constantinopla, significando que el emperador de Oriente, Zenón, reinaba ahora sobre todo el Imperio.
Eso sobre el papel, porque en la práctica la cosa distaba mucho de ser así. En los años siguientes se afianzó el reino vándalo del norte de África, los visigodos terminaron de adueñarse de Hispania, e Italia pasó a manos del rey ostrogodo Teodorico, mientras la Galia sufría la invasión de los pueblos francos. De todo este caos surgiría en los siguientes siglos el equilibrio de poderes de la Europa medieval.
Pero en el año 533 había un nuevo emperador en Constantinopla: Justiniano, cuya idea de restaurar la antigua gloria del Imperio romano contaba con los medios necesarios para llevarla a la práctica. Los tiempos eran propicios para ello. En Oriente reinaba una paz comprada a base de mucho oro con el emperador sasánida Cosroes I. El reino vándalo ya no estaba dirigido por el legendario Genserico, y las disputas en el reino ostrogodo de Italia así como en el reino visigodo de Hispania había dejado a estos reinos en una situación muy inestable, propicia para el ataque.
Y ese ataque comenzaría derribando la ficha más débil del delicado dominó de Occidente, que en aquel momento era el reino vándalo. Para empezar, los vándalos eran fanáticamente arrianos, y llegaron durante el siglo anterior a África iniciando una guerra de conquista con marcados tintes religiosos y persiguiendo ferozmente a la población católica. Aunque los herederos de Genserico tratarían de reconciliarse con los católicos, la brecha abierta por su fanatismo religioso les restaría el apoyo del pueblo. El viejo rey Hilderico mantuvo buenas relaciones con los bizantinos y fue permisivo con las prácticas religiosas católicas, pero la nobleza vándala, arriana, le depuso poniendo en su lugar a Gelimer. Justiniano se tomó muy mal la deposición de su viejo aliado y declaró la guerra al reino vándalo.
Para colmo de males para los vándalos, Constantinopla tenía un nuevo y ambicioso general, curtido en la guerra contra el Imperio sasánida y con el favor del Emperador desde que le sacó las castañas del fuego durante la revuelta Niké. Belisario comandaba una flota con 15.000 hombres que desembarcó en Leptis Magna, en la actual Trípoli, y tomó el camino de Cartago, capital de los vándalos. El primer encuentro entre ambos ejércitos tuvo lugar el 13 de septiembre de 533 en Ad Decimum, en un desfiladero a diez millas al sur de Cartago, y se saldó con una ajustada victoria bizantina.
El siguiente encuentro tendría lugar el 15 de diciembre de aquel mismo año cerca de Tricamarum (Tricamerón). Los vándalos habían reunido a un ejército que superaba por cinco a uno a los bizantinos. Para colmo, el rey Gelimer estaba intentando sobornar a las tropas hunas de Belisario con el fin de que éstas se volvieran contra él. El general bizantino, viendo que el tiempo jugaba en su contra, atacó por sorpresa y desbarató las líneas enemigas, poniendo al rey vándalo en fuga y obteniendo una de sus victorias más resonantes y decisivas. El rey se rindió poco más tarde y el reino de los vándalos desapareció para siempre.
La victoria bizantina en Tricamerón significó muchas cosas. La primera es que el dominio del Mediterráneo occidental, hasta entonces en manos del reino vándalo, pasó a manos del Imperio bizantino, quien además se anexionó los territorios africanos comenzando la ansiada restauración de la gloria imperial romana. Además, gracias a sus nuevos dominios, Justiniano tenía campo libre hasta su próximo objetivo: el reino ostrogodo de Italia. Con el tiempo, la influencia bizantina se dejaría sentir incluso en la vieja Hispania, donde el Imperio ocuparía una importante porción del sudeste peninsular.
A Belisario, sin embargo, le esperaba un destino más prosaico. Tras conquistar África e Italia para su emperador fue reclamado por Justiniano de vuelta a Constantinopla, preocupado porque la fama militar de su general supusiera un riesgo para su reinado. Cuenta la leyenda que Belisario fue acusado de corrupción y cegado, y que acabó mendigando por la calle «una limosna para el general Belisario», aunque estas historias son probablemente falsas. Hasta cierto punto, Belisario consiguió el sueño de restaurar el Imperio romano a su antiguo esplendor, aunque nada podía ya detener la desintegración del Occidente en distintos reinos cuyas luchas intestinas caracterizarían el resto de la Edad Media.