Queronea
En la mañana del 2 de agosto del año 338 a. C. las polis griegas de Atenas y Tebas se preparaban para luchar por su independencia. Lo que no había podido conseguir el gran Imperio Persa durante las largas Guerras Médicas, dominar el mundo helenístico, lo estaba logrando el rey de los macedonios, Filipo II. Los macedonios, hasta hacía poco unas gentes hoscas y semibárbaras, se habían convertido en toda una potencia militar que declaraba sin complejos su intención de invadir a los persas y hacerse con el control de toda Asia. Antes de eso, exigían de los griegos una alianza que prácticamente les convertiría en vasallos del rey macedonio, cosa a lo que los griegos no estaban dispuestos. Al menos, no sin ofrecer resistencia en combate.
Así que aquel tórrido día de verano, el último de los ejércitos de hoplitas griegos, con sus cascos de bronce y sus escudos circulares, esperaba la acometida del enemigo bajo el inclemente sol de aquel valle entre montañas de Beocia. Queronea era la puerta de acceso a Tebas y, por supuesto, a Atenas. Los griegos lo sabían, y también Filipo. Si Filipo quería dominar ambas polis, debía atravesar aquellos campos, y los griegos tratarían de impedírselo por todos los medios.
Entre la masa de griegos preparados para el combate se encontraba un cuerpo muy especial. Tan especial era que tenía como nombre el Batallón Sagrado. Eran la élite de las tropas tebanas, y su secreto consistía en que se trataba de un batallón compuesto por parejas de amantes masculinos, en número de trescientos. Aunque la homosexualidad no era rechazada por la cultura griega como lo sería después por la romana y por la cristiana, incluso para los griegos este batallón resultaba de lo más pintoresco. Según Plutarco, este batallón fue creado porque, en el combate, ambos amantes siempre tratarían de demostrarse arrojados y valientes delante de su pareja, multiplicando la efectividad de esta fuerza de élite. Durante algunos años, el Batallón Sagrado luchó en diversas batallas ganándose una merecida fama de luchadores diestros y temibles. Aquel día de verano en la llanura de Queronea, la cosa no les iba a ir tan bien.
Para desgracia de los griegos, tenían enfrente a uno de los mejores generales de la historia, Filipo, que además venía acompañado por un lugarteniente muy especial: su hijo y heredero Alejandro, que unos años más tarde acabaría bañándose en las aguas del Indo tras conquistar la mitad del mundo conocido. De momento no era sino un joven prometedor que lideraba la Punta, el cuerpo de caballería macedonio. La estrategia de Filipo estaba clara, y consistía en enfrentar a las fuerzas griegas contra las largas lanzas de las falanges comandadas por Parmenio mientras Alejandro con la Punta y los heitairoi atacaban el flanco derecho enemigo. Filipo, por su parte, ejecutaría una maniobra de distracción replegando sus falanges para estirar la línea enemiga y abrir un hueco por el que debería meterse Parmenio, rompiendo la línea enemiga y dividiendo al ejército griego.
Entonces, como ahora, un ejército no puede vencer en una batalla si sus flancos quedan desprotegidos. Para un soldado no existe nada más descorazonador que tener que luchar de frente mientras ve cómo el enemigo entra por los lados en su terreno, poniendo en peligro la retaguardia y su vía de retirada. Los griegos lo sabían, y por eso el batallón sagrado era la última de las unidades del ejército griego por la derecha, protegiendo así el flanco con los mejores soldados.
Cuando las líneas griegas se habían estirado lo suficiente, avanzando tras las falanges de Filipo que retrocedían, éste dio la orden a sus hombres de detener el repliegue. Envió a Parmenio la señal para romper el centro enemigo, y a Alejandro la de acosar el flanco derecho griego para distraer la atención. En ese momento, la suerte de los trescientos amantes del Batallón Sagrado estaba echada. A lomos de Bucéfalo, Alejandro se lanzó contra los tebanos acompañado de toda su caballería, que aplastó literalmente al famoso batallón de élite griego. Para cuando Alejandro terminó con su matanza de amantes, los griegos habían tirado definitivamente la toalla. Tebas y Atenas estaban ahora a merced del nuevo caudillo de toda Grecia: Filipo II de Macedonia.
La costumbre de la época en aquellos casos era continuar la matanza, cebándose con los enemigos derrotados. Filipo, sin embargo, no sólo era un buen militar, sino también un político coherente. Decidió que si los griegos debían ayudarle en su próxima campaña de Persia, no sería un buen comienzo asesinar a sangre fría a sus nuevos aliados, de manera que ofreció la paz a los griegos con sus propias condiciones; unas condiciones que los griegos ya no estaban en condiciones de rechazar. El mismo Alejandro se encargó de llevar a término las negociaciones, estableciéndose la Liga de Corinto, donde se instauró la hegemonía macedonia sobre los pueblos de la Hélade.
A Filipo no le dio tiempo de disfrutar de su nueva posición dominante. Un pelagatos le abrió el pecho con un puñal en el año 336 a. C., y nunca llegó a saberse muy bien si lo hizo motu proprio o si fue un magnicidio ordenado por terceros. Lo cierto es que Alejandro subió al trono de Macedonia, y los tebanos cometieron el error de pensar que, muerto Filipo, ya no estaban obligados a someterse al nuevo y jovencísimo rey macedonio. Craso error, que se dice, porque Alejandro puso sitio a Tebas en el 335 a. C., la conquistó y asesinó a casi todos sus habitantes, esclavizando al resto. Un aviso para navegantes del que los griegos tomaron cumplida nota. La que hasta entonces había sido una de las polis más importantes de Grecia desapareció por completo, como borrada del mapa. Alejandro, por su parte, volvió grupas para enfrentarse con la mayor campaña de conquista jamás emprendida hasta entonces por un ejército: Persia.
Tebas volvió a ser refundada años más tarde por Casandro, uno de los herederos de Alejandro, aunque se vio reducida a un villorrio miserable casi sin tierras.